martes, junio 24

Recortando la isla de Vancouver (21 de junio)

Hoy vamos atravesando a lo ancho la isla varias veces.
Por la mañana subimos desde el lado este por un valle sazonado de lagos hacia Gold River. Durante el viaje los árboles son cada vez más espectaculares, subiendo por las rocas basálticas de estos antiguos volcanes hasta las cumbres nevadas.
A cada rato se nos atraviesan ciervos de todos los tamaños, incluso algún bambi. Se nos cruza una familia de perdices de por aquí que bautizamos como gallina tonta, porque la madre se ha quedado parada en mitad de la carretera. Menudo frenazo.
Al llegar al poblado de Gold River hacemos el breakfast en un típico bar de esta isla. Lo lleva Remi, un pintoresco lugareño que nos muestra un cuaderno para que le dejemos una firma y un álbum de postales que sus visitantes le han mandado desde medio mundo.
Los platos son copiosos y muy sabrosos. En mitad del almuerzo entra un indio local, místico y que habla poco. Parece colocado. Finalizada la comida el amigo Remi nos da una tarjeta para que le mandemos una postal. Me quedo de encargado.
Continuamos cruzando la isla hasta uno de los fiordos de la costa oeste. La carretera termina abruptamente junto al mar en un aeropuerto de hidroaviones, junto a una serrería. Al otro lado de la desembocadura del Gold River se ve una hermosa pradera que baja desde el bosque. En el medio un punto negro se mueve. Es un oso negro. Está un poco a tomar por culo, pero, qué demonios, tiro de cámara y a ver qué sale.



Volvemos a la carretera de la costa este hasta desviarnos de nuevo hacia el interior. Un nuevo valle, nuevos lagos. En mitad del camino llegamos a Cathedral Grove. Aquí las Pseudotsugas, un abeto de por aquí, miden 80 metros y tienen diámetros de 5 metros. El bosque parece sacado de la edad de los dinosaurios. El suelo está lleno de troncos de árboles caídos de 50 o 70 metros, cepas de inmensas moles arrancadas por las tormentas, helechos del tamaño de un almendro, etc. Sobre los troncos muertos, y gracias a la humedad, germinan los nuevos individuos que crecerán rectos hacia la luz de dosel, unos 60 metros más arriba. Este bosque está asentado sobre los cadáveres de sus antepasados. Estos arbolitos pueden llegar a vivir cerca de 1000 años, y en este enclave la mayoría tienen más de 700.



Bajamos finalmente a Victoria, la capital de la isla. Dormiremos aquí, si nos deja el club que hay bajo el hotel.

Llegada a la Isla de Vancouver (20 de junio)

El ferry viaja entre un laberinto de islas. Cimas antíguas de montañas heladas que son fiordos desde la última galciación.
Las aguas son tranquilas. El aire húmedo y frío. Vamos en la proa para ver aves (bird watcher nos llaman) y focas. En el fondo esperamos ver alguna orca, muy frecuentes en estas aguas según dicen.
Las islas están cubiertas de vegetación. Bosques mixtos dominados por coníferas y con algún madroño local de 30 metros que nos indican lo relativamente templado de la zona. Salpicadas aquí y allá hay pintorescas casitas, la mayoría con puerto adosado, que vienen costando entre 1 y 2 millones de dólares.
El viaje se hace agradable. Los paisajes son expectaculares, con las montañas del Parque Nacional de las Cascadas y los Montes Olímpicos en el orizonte.
A lo largo del viaje sale sol, cosa que a los "berd guachers" nos alegra, porque con el trajín del ferry hace un frío de cuidao.
Esta tierra singular se antoja dura en el día a día. Quizás por eso la gente es menuda y gruesa.
El ferry hace un par de paradas. La primera en "Orca's Island", dnde una alegre gaviota no ssaluda y me deja hacerle un retrato.



La segunda en "Friday Harbour", un puerto lleno de veleros y pintorescas casitas de madera pintada de mil colores, que se extienden ladera abajo hasta el mar.
Los bosques de Vancouver son expectaculares. Enormes coníferas de 50 metros que dan lugar a ambientes umbrosos. El sotobosque es rico en arbustillos d eporte más o menos rasrero y miles de helechos. Se parecen a aquellos en los que se perdían los duendes y los gnomos. Realmente todo un expectáculo.

Fidalgo County Inn (19 de junio)

Los hoteles estadounidenses son como en las pelis. Cama grande. Habitación grande. Televisión grande.
Están en las afueras, como este Fidalgo County Inn. Es un edificio de madera pintado de blanco en medio de un bosque de abetos de Douglas. Vamos a cogerlo con ganas. Llevamos ya 24 horas en pie y hemos maldormido un poco en el avión de Toronto a Seattle. Luego hemos agarrado el coche y nos hemos saltado por la noche una etapa entera para ganar el tiempo perdido por el jodido avión. El jetlag nos acuna entre sus algodones y caemos rendidos.
Un, dos, tres ¡A dormir!

Paso de la aduana (19 de junio)

Simpática la aduana estadounidense. Todo muy serio. Muy perfecto. Te toman huellas, fotos. A Juan Luís le han arrestado. Tiene la suerte de llamarse igual que un etarra y lo han tenido 15 minutos incomunicado. Está acostumbrado.
Lo más curioso de todo es que la aduana está en Toronto, Canadá, a cientos de kilómetros de la frontera. Hay una parte del aeropuerto que está bajo jurisdicción nortamericana.
Ahora son las 11 de la noche allí. Aquí las 5 de la tarde. Cuando lleguemos a Seattle os habremos perdido otras 3 horas. Estamos sentados en el avión.
Churri, este azafato negro te encantaría. Buf...

Volando voy (19 de junio)

Por fin hemos salido. Nos encontramos en algún punto intermedio sobre el océano. La altura es superior a la deseada por alguno. Hace una hora atravesamos la borrasca que os visitará el fin de semana.
Me acordé de Toni, con su fobia a los aviones. Yo me sentía más bien como si tuviera 20 años, en aquellos trenes azules que nos llevaban a la facultad, llenos de gente y movimiento. En ellos yo leía, como hoy. Leí allí casi todo lo que he leído nunca, y es que 3 horas diarias de tren dan para muchos libros.
Como preparación al viaje, he aprovechado un regalo. De un tirón me he recorrido la provincia de Guadalajara de la mano del mismo amigo que me la presentó hace 15 años. Yo, que soy más de granitos, he decidido acudir a él, siempre de caliza, para tener claro de dónde vengo. Tiempo tendré en este viaje de saber a donde voy.
Algunos de los paseos, incluso el último, ya lo habíamos recorrido juntos él y yo. Este librito me ha traído gratos recuerdos.
Ahora que sigo en el avión me sumerjo en José Hierro al llegar a la costa del Canadá. En él me encuentro con una cita de Nietzsche: "Consideramos la ciencia con la óptica del artista y el arte con la óptica de la vida". Si ya sabía que yo acabaría abrazad a un caballo.