viernes, julio 4

La América más profunda (25 de junio)

Otro día de saladares. Estos se disponen en la desembocadura de los grandes ríos, que es donde se acumula la arena. El más grande de ellos es el Columbia. Es la frontera además entre los estados de Wasington y Oregón, por el que seguiremos bajando hacia el sur. Este río es enorme, inmenso, grandísimo. Fue recorrido por dos exploradores desde su nacimiento a la desembocadura: Lewis y Clarck. Para la gente de por aquí fue una expedición que creó una nación. En su diario escribieron que todos los indios que iban encontrando eran gente amable y muy hospitalaria. Ahora apenas quedan indios, después de “civilizarlos”.
Lo de los saladares no es lo mío. Me aburren, que queréis que os diga. Lo único es que sí he podido sacar alguna foto de la costa que se va haciendo salvaje. Hemos visto leones marinos de lejos, flamencos, miles de aves. Pero lo más impresionante son las islitas que se quedan aisladas de la tierra por la erosión del mar.





Hemos dormido en un pequeño pueblito a la desembocadura de un río. El nombre de ambos da igual en este caso. Solo decir que estamos en la América más profunda. El hotel es similar al de El Resplandor. Un pasillo enorme con habitaciones a ambos lados, moqueta mullida en el suelo. En las habitaciones, como en todas las de los Estados Unidos, un ejemplar de la “Holy Bible”.
Hemos ido a cenar a un sitio que nos han dicho que estaría abierto (las nueve por aquí, como ya os escribí, es muy tarde). Desde fuera el sitio prometía. Letrero de neón sobre una fachada de madera con una única puerta en el centro, sin ventanas. La barra estaba a la derecha, con una mesas a la izquierda. Al fondo, bajo dos escalones y protegido por una red llena de neones anunciando cervezas, unas mesas de billar en las que una chica de unos 25 años y 130 kilos jugaba con su novio. Junto a las mesas, una abuelita vestida de vaquera manoseaba un amplificador y unos micros.
Nos sentamos a cenar. La camarera nos ofrece el plato del día. No sé qué de chiken. Pedimos cervezas. Mientras esperamos el primer plato la abuelita del amplificador pone música y empieza a cantar country. Es un caraoke.
A la izquierda un tipo se deja el suelo en una tragaperras. En la barra otro con gorra habla con una rubia. Sentado en una mesa un chaval de unos 20 con barba bebe cerveza solo. Aquí y allá parejas o grupos de gente de todas las edades. Se van animando. Siempre cantan country, pero del melancólico, del duro, canciones tristes. Sale a relucir Ray Charles, Cat Stevens, Tom Petty, Kris Kristofferson. Nosotros disfrutamos de la cena, auténtico pollo de Oregón con cerveza Bud. Auténtico ambiente de garito profundo. Auténtico, todo auténtico.
Es curiosa la gente de por aquí. Parecen tener asumido su rol en el mundo. Como si se conformaran con lo que son y lo que les espera. Pero lo mejor de todo es que parece que les gusta. Se sienten orgullosos de su música, de cantar a un día lluvioso en Georgia, a su chica que le besó una vez y desapareció, a los bosques de Oregón, a las praderas de Texas. Sin embargo son trabajadores. Los tíos curran 6 días a la semana 10 horas, en los supermercados ves a gente de todas las edades haciendo todos los oficios. Aquí no te prejuzgan por tu edad, sino por tus capacidades, y parece que todos tienen su sitio. Bueno, eso por aquí, por el norte y en el mundo rural, donde no hay apenas inmigración y el toque exótico lo ponen los indios, los únicos que pueden poner casinos en sus reservas y vender fuegos artificiales. Es a lo único que se dedican. País de contrastes este, de verdad. Gusta y da pena. Extraña y da miedo. Hay que venir a verlo.

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